Aurelio Altamirano Hernández
Cuando la sociedad se organiza y crea las instituciones a las que encomienda la dirección de sus destinos,
surge el
Estado y se transforma en realidad
la aspiración del pueblo a la libertad, su deseo innato a la autodeterminación, que primero es
instintiva y después consciencia plena de su derecho a regir la vida de la
colectividad en un marco jurídico que garantiza el ejercicio de
los derechos y deberes sociales e
individuales.
La evolución de las sociedades humanas en la línea del tiempo
señala largos periodos en los que se ha
impuesto la ley del más fuerte con grave perjuicio de las libertades inherentes
a la supervivencia y superación del ser humano. La ley natural invocada con
frecuencia por quienes no encuentran otra explicación, ni mucho menos
justificación, a la serie de injusticias que agobian a la humanidad en la hora
presente, es sólo la cruda expresión de
la ley de la selva en donde la fiera devora a la pieza indefensa, es sólo la
manifestación de la ley del océano en donde el pez grande se come al chico.
El surgimiento del Estado de derecho se da con la
promulgación de las leyes fundamentales o Cartas magnas, así como de las leyes
secundarias y de toda la normatividad que constituye el derecho positivo. Es
precisamente la existencia del derecho positivo, el conjunto de normas que
rigen la convivencia humana, lo que le da sentido racional y justiciero a la
presencia de los órganos de gobierno en que se sustenta la acción del Estado.
Si se busca que el ejercicio de la libertad se
realice en toda su plenitud en un
conglomerado humano, es necesario que
existan las condiciones materiales y morales para que los individuos disfruten
en primer lugar de la libertad de consciencia. El derecho del hombre a creer o
no creer es esencial para la práctica de las demás libertades. Debe estar exento de ataduras para profesar su
fe de hombre libre, su ideología política y su creencia religiosa y no ser
víctima de ninguna clase de
discriminación por esos atributos morales o por
cualquier otra condición de carácter físico o material. El Estado tiene el deber
irrenunciable de garantizar la libertad de consciencia para constituirse en
Estado de derecho.
La doctrina del laicismo establece como premisa la separación
de las funciones del Estado y de las iglesias o asociaciones confesionales. La
organización de la sociedad para darse el sistema gobierno que más conviene a
su desarrollo, debe tener el propósito
de fundar sus planes y programas en
principios del pensamiento racional sancionados
por la ciencia y la tecnología y sustentados en la ética de una
filosofía respetuosa de los derechos sociales e individuales.
Un Estado verdaderamente laico va más allá en la concepción
de sus atribuciones, que no se circunscriben a la separación de la influencia
de los credos religiosos de cualquier signo, sino que establece una clara
independencia frente a las pasiones políticas desatadas para favorecer a
partidos, las doctrinas económicas interesadas en sacralizar las leyes del
mercado, o los movimientos sociales y culturales promovidos por grupos de
interés.
En los momentos actuales en que una grave crisis de
credibilidad agobia a los gobernantes, en que la corrupción en todos los niveles de gobierno de muchos países exhibe
una pérdida vergonzosa de los más caros valores que dan sentido moral a la
existencia humana; en la hora actual en que las ideologías políticas que se
consideraron paradigmáticas para la
democracia naufragan en la mediocridad,
el autoritarismo y la intervención, el abuso, la represión y un reformismo que
atenta contra el derecho de los pueblos
al aprovechamiento de sus recursos naturales para el bienestar social, se hace
indispensable que el Estado en todas sus expresiones formales, reconsidere su
papel y anteponga los derechos sociales a los intereses particulares o de
grupos.
En este escenario en que los intereses privados pretender
usurpar el papel del Estado de derecho y minimizan la existencia de millones de
seres que padecen hambre y son víctimas de otras graves injusticias; en la hora
actual en que ni las mismas religiones
han contribuido a remediar los males
seculares que martirizan a la humanidad, antes, al contrario, se convierten en
aliados y protectores de gobiernos impopulares, se hace más notoria la alianza
tradicional entre los órganos de poder y los confesionales.
Se observa con
preocupación que cuando los gobiernos que no cuentan con el apoyo popular, que
no pueden realizar concentraciones cívicas masivas para dar una imagen de
popularidad o para demostrar la protesta
del pueblo frente a las agresiones de los imperios económicos, recurren a
manifestaciones masivas de fe religiosa en las que se exhiben sus
representantes como protagonistas en un vano intento de exhibir una popularidad
inexistente.
Los partidos políticos en muchas regiones del planeta han
perdido su representatividad, se han convertido en simples manipuladores de la
opinión pública. El atributo principal de un partido como interlocutor de la
sociedad frente al gobierno se ha perdido en el océano de las ambiciones
personales y de grupo. Se convierten en aliados incondicionales del gobierno en
turno y en reclutadores de incautos que luego van a votar a
favor de sus propios verdugos.
En este contexto, el
Estado laico que se precie de cumplir con
su papel rector en todos los aspectos fundamentales de la vida de la
nación a su cargo, debe asumir con responsabilidad el deber de proteger la
libertad, la soberanía, la independencia y la
autodeterminación del pueblo frente a las acechanzas de sus enemigos
tradicionales.
Córdoba, Ver., 24 de junio de 2018.