DE PLATÓN
A DESCARTES
Por
Aurelio Altamirano Hernández
Los orígenes de la temática de la
filosofía reconocen, según Platón, el asombro como causa principal que lleva al
hombre a tratar de explicarse el mundo físico y moral que le rodea.
Tal vez, en un principio, la raíz de la
filosofía tuvo que ser la necesidad de satisfacer inmediatas urgencias de
carácter físico y, posteriormente, a medida que evolucionaba con el hombre la
realidad de su mundo material e intelectual, las causas y los fines de la
filosofía tuvieron que cambiar también para enfocarse hacia la solución de
problemas nuevos, pero siempre obedeciendo a los dictados de una necesidad real
y de solución más o menos urgente.
Contrariamente a lo que Platón afirma,
el asombro por sí solo parece insuficiente como causa de una cadena de
acciones físicas y de la mente para explicar las causas de los fenómenos
naturales; más bien es la necesidad de esclarecer el objeto de ese asombro la
que origina la especulación filosófica. Las formas rudimentarias del asombro
son susceptibles de hallarse en casi todas las especies del reino animal; pero
es en el hombre, donde encontramos el tipo de asombro que produce la inquietud
filosófica.
Luego, para justificar el concepto
platónico sobre el origen de la
filosofía, hay que considerar un asombro seguido de la necesidad de investigar, distinto del
asombro que divierte o preocupa sin ningún interés superior.
Sin duda, fue el mundo físico el que primero llamó la
atención del hombre, para crear en él la idea del mundo de la objetividad, de
un mundo real en donde él era importante hasta cierto grado para intervenir en
la regulación de los fenómenos naturales, pero también donde, abandonando él el
intento de dominar la naturaleza mediante fórmulas mágicas, podría con el
tiempo llegar a ocupar una situación eminente como factor de la misma para
encauzar hacia fines determinados su transformación perenne e inevitable.
Posteriormente el hombre se vio
obligado a considerar al mismo tiempo que el mundo externo que le rodeaba, su
mundo interior, el cosmos subjetivo que tampoco escapaba, como el otro, a la
influencia de leyes determinadas que la rescataban de una supuesta caótica
transformación, pero que, a diferencia de aquél, se encuentra más cerca de su
pensamiento y quizás, como producto de él mismo, más cerca de su influencia, de
su conocimiento, de su dominio absoluto, aunque la misma realidad haya mostrado
siempre su incapacidad de contar con una absoluta libertad de acción.
Inicialmente, el hombre atribuye a una
supuesta divinidad el origen de los mundos físico y moral, como lo encontramos
en casi todas las religiones, a un ser sobrenatural que es responsable tanto
del uno como del otro y que gobierna a su voluntad, relegando al universo, incluido
el hombre, a la categoría de simple objeto movido por una fuerza superior que
viene de lo incógnito.
La preocupación del hombre para saltar
encima de esta limitada concepción, aparece cuando siente la necesidad de
construir un método para superarla, y es en la filosofía griega, mediante
síntesis de la metafísica aristotélica y la teoría de Platón sobre las ideas,
donde cristaliza este anhelo en el concepto fundamental del “logos”, que
significa una admirable conquista en la tarea de erigir una filosofía exacta de
la naturaleza y de la cultura humana.
En la versión primitiva de “logos” que
nos presenta la filosofía de Heráclito en la investigación del “qué”, del “cómo” y
del “porqué” de las cosas, se advierte su significado como la substracción del
estudio de la naturaleza y de la cultura, de la influencia de las percepciones,
para encuadrarlo en los dominios del pensamiento puro, “único capaz de liberar
al hombre de las limitaciones de su individualidad”.
El concepto griego de la razón, determinó
que la filosofía virara hacia un rumbo nuevo, en el sentido de que el estudio
del universo tiene que ser natural y legítimo en sus consecuencias, sin mistificaciones
de la fantasía y de lo irracional que está en pugna con la naturaleza misma.
A este respecto, el cristianismo, no
obstante su oposición al intelectualismo de la filosofía griega, no deja de
fundamentar en el “logos” su pensamiento filosófico, si bien su concepto de
“logos” expuesto en el Evangelio de San Juan, y el concepto griego del mismo,
son irreconciliables.
En la filosofía griega, el Ser y la
Verdad se identifican, consolidando el concepto de la unidad cósmica; pero la
filosofía cristiana, instituyendo un dualismo artificioso del mundo, con la
concepción de un reino natural y un reino “divino”, un mundo de la ciencia y
otro de la fe, un mundo del conocimiento y otro de la intuición, rompe
inevitablemente con la tendencia a la unidad del Ser, por más que intenta
unificar sus mundos sin más recursos que los mismos de su filosofía, como lo
demuestran todos los sistemas de la filosofía escolástica, que con Santo Tomás
de Aquino parece llegar a la realización de uno de sus mejores anhelos. Pero
viene a derrumbar estrepitosamente a esta conclusión de la filosofía
escolástica, el retorno de las investigaciones, con Kepler y Galileo, a las
doctrinas de Pitágoras, Demócrito y Platón, cobrando vida así la moderna
filosofía fincada en el conocimiento de la matemática universal.
Surge así la imagen de un cosmos
dominado por el orden y la medida, regido por las leyes eternas de la
geometría; un cosmos que se debe a sí mismo, que es autónomo y no reconoce otra
causa que su propio ser. El abismo que antes existía entre la “materia
pensante” y la “materia sensible” desaparece como por encanto. El mundo de lo
real y de lo ideal el reino del ser y del pensar, giran alrededor de las
matemáticas y se traza así el ansiado lazo entre éstos, por cuanto son
accesibles por igual y de manera inevitable por la razón de los números, por
las mediciones humanas de lo objetivo y de lo subjetivo.
Descartes es el exponente más cercano
de este pensamiento fundamental del racionalismo filosófico clásico. Según el
método cartesiano el pensamiento matemático rige todas las sensaciones humanas
de la realidad; pero, Descartes, ante el dualismo de las sustancias con que
tropieza al final de cuentas el desarrollo de su método, retorna
innecesariamente a las fuentes del idealismo medieval para construir su
concepto de la “objetividad” de las ideas y sostener la primacía de éstas en la
determinación del principio causal de las cosas universales; es decir, que la
metafísica cartesiana contradice la médula de su filosofía, en tanto sostiene
que una forma –de la dualidad que el cartesianismo rechaza en esencia- priva
sobre la otra, haciendo con esto valedera la dualidad que defiende el
cristianismo, a costa de desconsiderar el imperio de la razón de las
matemáticas que unifica a la supuesta dualidad.
Los discípulos de Descartes llegan
felizmente a eliminar esta contradicción, y así Leibnitz emite su idea de una
“característica universal” unificadora de cuanto es concebible, y Spinoza
alcanza a equiparar a Dios con la naturaleza, reafirmando las bases de la
doctrina que sostiene la autonomía del Universo, la unidad del Ser y su
absoluta sujeción a los principios de la
matemática.
México, D.F., abril de 1957.