LA
DESHUMANIZACIÓN DE LA CÁTEDRA.
Por J.
Altamirano Hernández
A una condición en pugna con la elevada
finalidad de la cátedra y con los más caros intereses de la cultura se reduce
gran parte de las labores en las aulas nacionales en la hora presente; lo mismo
en las escuelas oficiales que en las particulares y así en los planteles donde se trata de enseñar
las diversas modalidades de la ciencia pura como en los que se imparten las enseñanzas técnicas elevadas
y elementales.
Al ritmo con que ha ido desarrollándose
la mecanización de las producciones materiales y acentuándose el provecho que
sacan de ello reducidos sectores sociales para dar lugar a trágicos panoramas
de injusticia en que vive la mayoría del pueblo, se ha ido destruyendo también en
forma notable el vínculo entre las
actividades que se desarrollan en las aulas con su misión de servir a la
elevación de los destinos humanos.
Comenzando porque ya no existe, sino
como rareza verdadera, una condición del orden moral entre el maestro y el
alumno, porque ya no hay la identificación entre el que da la cátedra y el que
la recibe, en torno a un ideal superior de servir precisamente a la cultura por
encima de cualquier otro interés, la tragedia se gesta y se agiganta con
perfiles que hacen prever necesariamente una inminente bancarrota de la
educación.
La crisis de los valores humanos en que
se vive es consecuencia directa de una educación deficiente, de la mecanización
–no en su aceptación sinónima de tecnificación, que es una cosa deseable—que se
ha apoderado de la cátedra y es hoy día tirano de la clase y demonio que
corretea de las aulas a la verdadera sabiduría.
No puede llamarse cátedra a ese
espectáculo deprimente de un profesional que llega ante un grupo de alumnos
–estatuas, con una prisa inexplicable la mayoría de las veces, se pone a hablar
como si llevara un disco o una cinta magnética por dentro, señala tareas
desarticuladas de un programa sensato de labores, se sale del salón al término
de una hora o más de estar cansando los cerebros juveniles y deja al final de
cuentas, insatisfechas muchas de las dudas naturales de los estudiantes.
En una forma mecánica, como si fuera un
aparato con cuerda para recitar un cúmulo de teorías, de procedimientos y de
leyes, el exponente del catedrático cortado en serie, y como si fueran los
alumnos, receptáculos a los que hay que llenar de cualquier modo con una
cantidad de conocimientos adocenados, la clase moderna se desarrolla
degenerada, adulterada, mistificada y envenenada terriblemente, sin embargo de
la calidad que supone para ella la propaganda de los adelantos en materia de
educación.
Se entiende que entre el catedrático y
el alumnado debe existir una identificación, una comunidad de intereses
culturales para poder hacer lugar a la creación de cultura en las aulas, a la
formación de elementos útiles al progreso de la ciencia, de las artes y de la
cultura en general. Y ahí está el hecho de que el maestro ni siquiera conoce a
sus alumnos, no se sabe ni los nombres de los que forman el grupo ante el cual
se presenta como un extraño más y mucho menos sabe de sus inclinaciones, de sus
aptitudes, en una palabra, no sabe la clase de material que tiene en sus manos
para modelar.
Un desequilibrio económico social no
atacado en sus raíces, da lugar a la falta de escuelas y de maestros, y a la
concentración de estudiantes en pocos planteles. Surge entonces la
superpoblación escolar, formada no precisamente por individuos dotados en forma
superior a lo común, sino que en un número agobiador, en masas crecidísimas, que no pueden ser educadas mediante los
métodos de que se disponen, y aquí se tiene la otra condición para que la
cátedra degenere, para que se pierda el contacto directo entre su maestro y
alumno en vista de que el aula se llena a reventar porque el maestro se ve incapacitado para
atender tantas solicitudes personales que buscan aclaración de conceptos y
realización de hechos tendientes al mejoramiento del educando.
El catedrático se ve impelido a
trabajar sobre una rutina para poder servir a la multitud con que labora,
porque la masa heterogénea que tiene enfrente no se presta para mejores tareas
o porque el mismo catedrático está cortado a la antigua y desconoce métodos
modernos de pedagogía. Aquí se tienen, entonces, esas faenas en serie en las
aulas, con material en serie tanto humana como técnico, con series de
conocimientos rutinarios y como resultado final del doloroso balance del
trabajo inútil, un total de profesionales en serie, una lista de
pseudo-técnicos y pseudo-intelectuales,
sin más historia que la repetición de lo que muchos han hecho ya y sin más
porvenir que el de servir en segundos planos a los impulsores de la producción
material e intelectual de primera mano.
La investigación se tiene en el olvido
y se ignora ingenuamente que el día que la ciencia pura desaparezca habrá
muerto la técnica y el progreso humano. La clase moderna en nuestras
instituciones docentes se concreta a repetir y repetir hasta el hastío todo lo
ya explotado y exprimido desde años atrás.
Lo que se hace en las cátedras ahora,
hasta en las que se dicen humanísticas, no tiene nada de humanístico, si olvida
lo más importante, si olvida al hombre mismo, si se desenvuelve mecánicamente,
sin ver el material humano que tiene que
conformar debidamente y si sigue los métodos anacrónicos de enseñar únicamente
a ganarse el pan, la ropa y otras comodidades, delegando al olvido la misión
superior del hombre, de colocarse por encima de todas las cosas por medio de
una más elevada concepción del mundo y de la vida.
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