sábado, 7 de noviembre de 2015

DE PLATÓN A DESCARTES



DE PLATÓN A DESCARTES

Por Aurelio Altamirano Hernández

         Los orígenes de la temática de la filosofía reconocen, según Platón, el asombro como causa principal que lleva al hombre a tratar de explicarse el mundo físico y moral que le rodea.

         Tal vez, en un principio, la raíz de la filosofía tuvo que ser la necesidad de satisfacer inmediatas urgencias de carácter físico y, posteriormente, a medida que evolucionaba con el hombre la realidad de su mundo material e intelectual, las causas y los fines de la filosofía tuvieron que cambiar también para enfocarse hacia la solución de problemas nuevos, pero siempre obedeciendo a los dictados de una necesidad real y de solución más o menos urgente.

         Contrariamente a lo que Platón afirma, el asombro por sí solo  parece  insuficiente como causa de una cadena de acciones físicas y de la mente para explicar las causas de los fenómenos naturales; más bien es la necesidad de esclarecer el objeto de ese asombro la que origina la especulación filosófica. Las formas rudimentarias del asombro son susceptibles de hallarse en casi todas las especies del reino animal; pero es en el hombre, donde encontramos el tipo de asombro que produce la inquietud filosófica.

         Luego, para justificar el concepto platónico sobre el  origen de la filosofía, hay que considerar un asombro seguido  de la necesidad de investigar, distinto del asombro que divierte o preocupa sin ningún interés superior.

         Sin duda, fue  el mundo físico el que primero llamó la atención del hombre, para crear en él la idea del mundo de la objetividad, de un mundo real en donde él era importante hasta cierto grado para intervenir en la regulación de los fenómenos naturales, pero también donde, abandonando él el intento de dominar la naturaleza mediante fórmulas mágicas, podría con el tiempo llegar a ocupar una situación eminente como factor de la misma para encauzar hacia fines determinados su transformación perenne e inevitable.

         Posteriormente el hombre se vio obligado a considerar al mismo tiempo que el mundo externo que le rodeaba, su mundo interior, el cosmos subjetivo que tampoco escapaba, como el otro, a la influencia de leyes determinadas que la rescataban de una supuesta caótica transformación, pero que, a diferencia de aquél, se encuentra más cerca de su pensamiento y quizás, como producto de él mismo, más cerca de su influencia, de su conocimiento, de su dominio absoluto, aunque la misma realidad haya mostrado siempre su incapacidad de contar con una absoluta libertad de acción.

         Inicialmente, el hombre atribuye a una supuesta divinidad el origen de los mundos físico y moral, como lo encontramos en casi todas las religiones, a un ser sobrenatural que es responsable tanto del uno como del otro y que gobierna a su voluntad, relegando al universo, incluido el hombre, a la categoría de simple objeto movido por una fuerza superior que viene de lo incógnito.

         La preocupación del hombre para saltar encima de esta limitada concepción, aparece cuando siente la necesidad de construir un método para superarla, y es en la filosofía griega, mediante síntesis de la metafísica aristotélica y la teoría de Platón sobre las ideas, donde cristaliza este anhelo en el concepto fundamental del “logos”, que significa una admirable conquista en la tarea de erigir una filosofía exacta de la naturaleza y de la cultura humana.

         En la versión primitiva de “logos” que nos presenta la filosofía de Heráclito   en la investigación del “qué”, del “cómo” y del “porqué” de las cosas, se advierte su significado como la substracción del estudio de la naturaleza y de la cultura, de la influencia de las percepciones, para encuadrarlo en los dominios del pensamiento puro, “único capaz de liberar al hombre de las limitaciones de su individualidad”.

         El concepto griego de la razón, determinó que la filosofía virara hacia un rumbo nuevo, en el sentido de que el estudio del universo tiene que ser natural y legítimo en sus consecuencias, sin mistificaciones de la fantasía y de lo irracional que está en pugna con la naturaleza misma.

         A este respecto, el cristianismo, no obstante su oposición al intelectualismo de la filosofía griega, no deja de fundamentar en el “logos” su pensamiento filosófico, si bien su concepto de “logos” expuesto en el Evangelio de San Juan, y el concepto griego del mismo, son irreconciliables.

         En la filosofía griega, el Ser y la Verdad se identifican, consolidando el concepto de la unidad cósmica; pero la filosofía cristiana, instituyendo un dualismo artificioso del mundo, con la concepción de un reino natural y un reino “divino”, un mundo de la ciencia y otro de la fe, un mundo del conocimiento y otro de la intuición, rompe inevitablemente con la tendencia a la unidad del Ser, por más que intenta unificar sus mundos sin más recursos que los mismos de su filosofía, como lo demuestran todos los sistemas de la filosofía escolástica, que con Santo Tomás de Aquino parece llegar a la realización de uno de sus mejores anhelos. Pero viene a derrumbar estrepitosamente a esta conclusión de la filosofía escolástica, el retorno de las investigaciones, con Kepler y Galileo, a las doctrinas de Pitágoras, Demócrito y Platón, cobrando vida así la moderna filosofía fincada en el conocimiento de la matemática universal.

         Surge así la imagen de un cosmos dominado por el orden y la medida, regido por las leyes eternas de la geometría; un cosmos que se debe a sí mismo, que es autónomo y no reconoce otra causa que su propio ser. El abismo que antes existía entre la “materia pensante” y la “materia sensible” desaparece como por encanto. El mundo de lo real y de lo ideal el reino del ser y del pensar, giran alrededor de las matemáticas y se traza así el ansiado lazo entre éstos, por cuanto son accesibles por igual y de manera inevitable por la razón de los números, por las mediciones humanas de lo objetivo y de lo subjetivo.

         Descartes es el exponente más cercano de este pensamiento fundamental del racionalismo filosófico clásico. Según el método cartesiano el pensamiento matemático rige todas las sensaciones humanas de la realidad; pero, Descartes, ante el dualismo de las sustancias con que tropieza al final de cuentas el desarrollo de su método, retorna innecesariamente a las fuentes del idealismo medieval para construir su concepto de la “objetividad” de las ideas y sostener la primacía de éstas en la determinación del principio causal de las cosas universales; es decir, que la metafísica cartesiana contradice la médula de su filosofía, en tanto sostiene que una forma –de la dualidad que el cartesianismo rechaza en esencia- priva sobre la otra, haciendo con esto valedera la dualidad que defiende el cristianismo, a costa de desconsiderar el imperio de la razón de las matemáticas que unifica a la supuesta dualidad.

         Los discípulos de Descartes llegan felizmente a eliminar esta contradicción, y así Leibnitz emite su idea de una “característica universal” unificadora de cuanto es concebible, y Spinoza alcanza a equiparar a Dios con la naturaleza, reafirmando las bases de la doctrina que sostiene la autonomía del Universo, la unidad del Ser y su absoluta sujeción  a los principios de la matemática.

México, D.F., abril de 1957.




No hay comentarios:

Publicar un comentario