YOLOXOCHITL,
LA FLOR DEL CORAZON.
Yoloxóchitl era una niña a quien le
gustaban mucho las flores. En su casa cuidaba con esmero sus jardincitos, en el
que lucían su exquisita fragancia y sus bellos colores los jazmines, las gardenias, azucenas, el nardo y el
azahar, el geranio, el tulipán, la azalea,
las rosas, la
violeta, el clavel, el cempasúchil, la dalia, el crisantemo, el heliotropo y el
yoloxóchitl
o flor del corazón. Sus padres y sus abuelitos y abuelitas la adoraban, pues aparte de hermosa era delicada de sentimientos y
le gustaba mucho estudiar.
Las vacaciones las pasaba en el campo, en
casa de sus abuelitos. Recogía flores de las praderas
y con ellas hacía hermosos ramos que obsequiaba a su familia. Las flores
también la adoraban; sus corolas se abrían en tiernas sonrisas a su paso y le
decían palabras dulces que
enternecían su corazón. Cada primavera, presurosas y alegres se hacían
presentes en el jardín, en la pradera y en todas partes para
contemplarla y recibir sus mimos y caricias. Entre
ellas había una flor blanca, solitaria y misteriosa, delicadamente perfumada,
que se llamaba como ella,
Yoloxóchitl y que cultivaba. con especial devoción; ésta hermosa flor brotaba
entre el denso follaje de un árbol vigoroso plantado en el centro del jardín y
su aroma se podía percibir a varias
kilómetros de distancia.
Todos los vecinos del
pueblo la querían mucho, para todos tenía palabras gentiles y en la escuela también era muy estimada;
sobresalía por sus altas calificaciones y su sonrisa inocente ponía una nota de alegría en sus juegos y entretenimientos.
El tiempo pasó y
Yoloxóchitl se convirtió en una linda jovencita. Siguió siendo la chica bondadosa, amable y
respetuosa a quien todos estimaban y rendían admiración. Una primavera conoció al
amor de su vida, con quien vivió un romance apasionado y antes de Navidad de ese año se
vistió de novia hermosa, con corona y ramo de azahares. Las flores de primavera siguiente
se llenaron de gozo al saber que Yoloxóchitl había contraído nupcias. Vistieron de
gala los jardines y la floresta toda roció de perfume los vientos.
Siguió moviéndose la
rueda del tiempo. Pasó la primavera y el verano y el otoño refrescó con sus soplos los
atardeceres. Llegó el Día de Todos los Santos y la gente se dispuso a recordar a sus fieles
difuntos. No se podía ya comprar la cantidad de flores que acostumbraban llevar
a sus seres ausentes; apenas alcanzaría cada quién un breve ramo de cempasúchil.
Los tiempos eran difíciles; la pobreza reinaba en los hogares; las cosechas se perdieron por el mal
tiempo y las plagas. Muchas fábricas y talleres cerraron sus puertas, la escasa producción no
se vendía, despidieron a muchos trabajadores y la miseria llevó tristeza a los
corazones. Miles de obreros se lanzaron a la huelga y seguidos de sus esposas y sus hijos desfilaron
por las calles con voces de protesta por la injusta situación... Yoloxóchitl estaba
triste. Su hogar también había sido lastimado por la situación.
Un día fue al mercado
a surtirse modestamente de víveres. Curiosa se detuvo en la calle a mirar la multitud
enardecida que agitaba pancartas con reclamos de justicia y profería insultos a las
autoridades y a los detentadores de la riqueza ... Muy cerca de allí los
cuerpos de policía aguardaban con escudos y macanas para repeler algún desorden.
Angustiada no encontraba qué hacer, veía los rostros contraídos en rictus de rabia y
rencor y eso le causaba profundo dolor. Ella, tan tierna, tan dulce, tan bondadosa, sintió
que su mente y su corazón se estremecían de pena... Miró hacia todos los lados buscando qué
camino tomar y en un arranque de inspiración brotada de lo más íntimo de su ser
corrió al puesto de flores más próximo. Compró con sus escasos recursos todos
los claveles, crisantemos, tulipanes y cuantas flores vio, suplicó a sus amigas
las vendedoras a que le ayudaran a llevarlas y empezó a repartirlas a todas las mujeres que desfilaban en la
manifestación. La sorpresa cundió entre la multitud; al principio,
sorprendida la gente rechazaba el presente y fue necesario insistirles varias
veces para que aceptara cada quién un ramo. Yoloxóchitl se sumó al mitin.
Nunca se supo de donde salieron tantas
flores para tanta gente; pareciera que éstas se multiplicaron por arte de magia. Los bellos colores y el suave aroma que
emanaba de sus pétalos alivió la
angustia de los rostros y suavizó el ambiente... Brotaron sonrisas de aquellos rostros y el tono de las protestas
cambió, sin dejar de ser enérgico exigió mejores condiciones de vida, respeto a los derechos de las mayorías
necesitadas, pan y educación para
todos como requisito inmediato para una vida mejor.
Al día siguiente
regresó al mercado. De pronto un tumulto de mujeres sonrientes, vendedoras que la
conocían y estimaban mucho por su lindo carácter, se abalanzaron sobre ella para abrazarla y
felicitarla. ¡Se había resuelto la huelga a favor de los trabajadores¡ Las autoridades
intervinieron ante los dueños de las factorías y se acordó mejorar las percepciones de los
obreros. Las fábricas abrieron de nuevo sus puertas, empezaron a circular vehículos
cargados de mercancía hacia todos los destinos, los puestos del mercado empezaron a llenarse
de clientes y la sonrisa volvió a iluminar los rostros de las mujeres y los niños...
Los diarios comentaron
ese día que nunca antes una manifestación pacífica había logrado tanto. Impresionó a todos que la multitud
esgrimiera flores en lugar de palos y piedras y que firme en su decisión de alcanzar mejores niveles de vida exigiera
atención de las autoridades. Estas
decidieron retirar la policía y dejar libre paso a los manifestantes. Los líderes obreros dijeron discursos enérgicos y bien
razonados; de parte de los patrones hubo buena dosis de comprensión y se allanaron las dificultades. No se podía
sacrificar a los trabajadores, que
son quienes producen la riqueza.
Lo que nadie supo
decir es de dónde salieron tantas flores para apaciguar los ánimos exaltados el día
anterior. Sólo pudo lograrlo la amiga de las flores, Yoloxóchitl, la flor del corazón.
AURELIO ALTAMIRANO HERNÁNDEZ.
México, D.F., junio
de 2001.
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