“CHICA ZOPI”
(Abreviatura del apodo de Francisca “Zopilote”)
Eran
principios del siglo XX. La ignorancia, el analfabetismo, la superstición, el
fanatismo y la miseria material
dominaban el panorama social. No se oía hablar de los derechos de la
mujer; apenas si
algunos hombres podían tener acceso a una instrucción
rudimentaria que consistía en saber medio leer y escribir y hablar un poco del
idioma del conquistador. Esa instrucción elemental que no podía llamarse
educación, estaba enfocada a que el indígena
pudiera entender las órdenes que se
le daban. Se les enseñaba sumar y restar; pero la multiplicación y la
división les estaban vedadas; decían los empleadores que los peones no necesitan saber cómo su multiplica
la riqueza ni como se dividen las ganancias.
En
ese escenario de pobreza y explotación las mujeres eran presa fácil de quienes
podían ofrecerles un poco de comodidad
en sus atareadas vidas de esclavas del hogar
o de sirvientas en la casa del patrón. Las casadas y las solteras
afrontaban por igual condiciones de precariedad de recursos: el jornal del
marido o del padre no alcanzaba para los
gastos de la casa; estaban todo el
tiempo endeudados con la tienda del patrón, pues éste se esmeraba de que así fuera siempre
para tener al peón atado al compromiso de no faltar al trabajo. Las deudas se heredaban a los hijos.
Trabajar
de sirvienta era exponerse a que el
patrón se atreviera a extender su coto sexual sobre su empleada o a que sus parientes o
amigos quisieran aprovecharse de la
muchacha para sus fines amatorios. Las
mujeres casadas o solteras procuraban ayudar a la economía familiar,
unas administrando bien los escasos recursos, otras dedicándose al pequeño
comercio y otras, escasas en número pero
de cuya existencia no se podía dudar, sin respeto a su condición de casadas, buscaban
algún ingreso adicional en aventuras extraconyugales. La
prostitución abierta era cosa de todos
los días y a todas horas entre las capas sociales más desamparadas,
principalmente en las ciudades.
Una
pareja, hombre y mujer, que no se sabía si estaban casados o vivían en
amasiato, tenían una hija única. Su vida transcurría a la vista de todos como la de cualquiera otra pareja. Vivían en una choza
de paredes de barro, cuyo soporte era un
huacal hecho de varas y bejuco, remedo de lo que ahora se hace con
varillas y alambre de acero. El techo
era de hojas de palma entretejida sobre
una tarima de otate o caña dura, al igual que la
mayoría de los jacales del pueblo. Había unas cuantas casas, de paredes de
ladrillo o adobe (ladrillo crudo) encaladas, con techo de tejas, que eran llamadas tejabanas,
en donde vivía la gente principal.
El
marido se dedicaba a las labores del campo: sembrar maíz, frijol calabaza y camotes; ella se ocupaba de
cuidar las gallinas y engordar
un cerdo y las demás actividades de una casita rústica. No había nada que trastornara la tranquilidad hogareña. La vida
transcurría en el pueblo de manera rutinaria, con uno que otro chisme
intrascendente como en todas las comunidades.
La
mujer, acompañada de su hija, iba de vez en cuando al pueblo vecino a vender maíz, huevos y otros productos y
aprovechaba el viaje para surtirse allí de algunas cosas que necesitaba. También
se hizo bien conocida en el lugar. Transcurrieron los días, semanas y meses sin que ningún acontecimiento turbara
la tranquilidad del pueblo.
El
escándalo mayúsculo se desató una mañana
en que corrió la voz de que se había encontrado el cadáver de la mujer, despedazada a machetazos, en un pequeño bosque a la orilla
del camino. El crimen fue señalado como
pasional y el primer sospechoso fue el marido, quien confesó su culpa y mereció
ser enviado a prisión.
Se
manejaron muchas versiones de los hechos. La gente contó que vieron esa mañana regresar del camino al padre y a la hija, que
caminaban con tranquilidad y hasta saludaron amablemente a los vecinos
con quienes se encontraron. Daban la impresión de no saber nada del trágico
suceso.
En
la memoria popular quedó grabada la
narración de algunos detalles
relacionados con el drama de esa
familia. Se dijo que un día el marido le reclamó a su mujer que eran muy frecuentes sus viajes a la comunidad vecina y no se veía provecho
alguno de su dizque negocio. Ella guardó silencio y prometió
disminuir sus salidas. . En efecto, disminuyeron los viajes al pueblo
vecino, adonde iba siempre acompañada de
su hija adolescente.
Se
dijo que entre tantas idas y
venidas la mujer trabó amistad con un
hombre del pueblo vecino que se interesó por la buena presencia de ella. No se supo en detalle
cómo se desarrollaron las relaciones entre ella y él; pero seguramente la hija conocía algunas
cosas sin tener la más ligera sospecha de nada, o se volvió cómplice de algo
que no consideraba pecaminoso.
Como lo prometió la mujer redujo sus viajes y
permanecía más tiempo en casa; pero pudo
más en ella la tentación de verse con el
extraño y se siguieron frecuentando.
¿Cómo hacían para verse si la hija no se le despegaba? La
respuesta se tuvo hasta el día
del trágico desenlace que conmovió a ambos pueblos.
Después
que reclamó a su mujer por sus constantes ausencias, el marido se siguió
sintiendo hostigado por la intuición y
le nacieron sospechas. De buen modo o
bajo amenazas obtuvo de su hija alguna información de lo que hacían en el
pueblo vecino. Entre otras cosas, la muchacha confesó que a medio
camino la madre le decía que la esperara a la sombra de un
árbol mientras ella se metía a un
bosquecillo a hacer una necesidad. Allí se reunía con el amante y permanecían ocultos tras los
matorrales. Todo parecía rutinario y de la más simple estrategia.
Vuelto
de la prisión, el homicida se ocupó
nuevamente de sus labores en el campo y en su casa le asistía su hija
que ya era toda una mujer y permanecía aún soltera. En el imaginario popular se iba borrando poco a poco el drama de la esposa asesinada y
quizás se hubiera olvidado al cabo de algunas generaciones, si no hubiera acontecido otro hecho que cimbró las oscuras conciencias de los
vecinos, víctimas del fanatismo y de la superstición. La hija, que había
ocultado hábilmente su embarazo resultado del incesto, dio a luz una criatura deforme,
con cabeza, cara y cola de mono,
Las
autoridades acudieron a dar fe
de lo acontecido y una multitud encabezada por el párroco también se dirigió al
jacal, para exorcizar la vivienda y a su
indeseado huésped que no sobrevivió un día más. Las gentes sencillas creyeron en un castigo divino por la conducta
pecaminosa de esa familia. La
ciencia médica lo registra como un caso de espina bífida.
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