miércoles, 14 de octubre de 2015

La Mujer que parió un Mono.

“CHICA ZOPI”
(Abreviatura del apodo de  Francisca “Zopilote”)
Eran principios del siglo XX. La ignorancia, el analfabetismo, la superstición, el fanatismo y la miseria material  dominaban el panorama social. No se oía hablar de los derechos de la mujer;   apenas  si algunos  hombres  podían tener acceso a una instrucción rudimentaria que consistía en saber medio leer y escribir y hablar un poco  del  idioma del conquistador. Esa instrucción elemental que no podía llamarse educación, estaba enfocada a que el indígena  pudiera entender las órdenes que se  le daban. Se les enseñaba sumar y restar; pero la multiplicación y la división les estaban vedadas; decían los empleadores que  los peones no necesitan saber cómo su multiplica la riqueza ni como se dividen las ganancias.
En ese escenario de pobreza y explotación las mujeres eran presa fácil de quienes podían ofrecerles  un poco de comodidad en sus atareadas vidas de esclavas del hogar  o de sirvientas en la casa del patrón. Las casadas y las solteras afrontaban por igual  condiciones  de precariedad de recursos: el jornal del marido  o del padre no alcanzaba para los gastos de la casa;  estaban todo el tiempo endeudados con la tienda del patrón, pues  éste se esmeraba de que así fuera siempre para tener al peón atado al compromiso de no faltar al trabajo.  Las deudas se heredaban a los hijos.
Trabajar de sirvienta era exponerse  a que el patrón  se atreviera a extender  su coto sexual  sobre su empleada o a que sus parientes o amigos  quisieran aprovecharse de la muchacha  para sus fines amatorios. Las mujeres  casadas o solteras   procuraban ayudar a la economía familiar, unas administrando bien los escasos recursos, otras dedicándose al pequeño comercio  y otras, escasas en número pero de cuya existencia no se podía dudar, sin respeto  a su condición de casadas,  buscaban  algún ingreso  adicional   en aventuras extraconyugales. La prostitución abierta  era cosa de todos los días y a todas horas entre las capas sociales más desamparadas, principalmente en  las ciudades.
Una pareja, hombre y mujer, que no se sabía si estaban casados o vivían en amasiato, tenían una hija única. Su vida transcurría  a la vista de todos como  la de cualquiera otra pareja. Vivían en una choza de paredes  de barro, cuyo soporte era un huacal hecho de varas y bejuco,  remedo de lo que ahora se hace con varillas  y alambre de acero. El techo era de  hojas de palma entretejida  sobre  una tarima de  otate o caña dura, al igual que la mayoría de los jacales del pueblo. Había unas cuantas casas, de paredes de ladrillo o adobe (ladrillo crudo) encaladas,  con techo de tejas, que eran llamadas tejabanas, en donde vivía la gente principal.
El marido se dedicaba a las labores del campo: sembrar maíz, frijol  calabaza y camotes; ella se ocupaba de cuidar  las gallinas  y engordar  un cerdo y las demás actividades de una casita  rústica. No había nada que  trastornara la tranquilidad hogareña. La vida transcurría en el pueblo de manera rutinaria, con uno que otro chisme intrascendente como en todas las comunidades.
La mujer, acompañada de su hija, iba de vez en cuando al pueblo vecino  a vender maíz, huevos y otros productos y aprovechaba el viaje para surtirse allí de algunas cosas que necesitaba. También se hizo  bien conocida  en el lugar. Transcurrieron los días,  semanas  y meses sin que ningún acontecimiento turbara la tranquilidad del  pueblo.
El escándalo mayúsculo se desató una mañana  en que corrió la voz de que se había encontrado el cadáver  de la mujer, despedazada  a machetazos, en un pequeño bosque a la orilla del camino.  El crimen fue señalado como pasional y el primer sospechoso fue el marido, quien confesó su culpa y  mereció  ser enviado a prisión. 
Se manejaron muchas versiones de los hechos. La gente contó que vieron  esa mañana   regresar del camino al padre y a la hija, que caminaban  con tranquilidad  y hasta saludaron amablemente a los vecinos con quienes se encontraron. Daban la impresión de no saber nada del trágico suceso.
En la memoria popular quedó  grabada la narración de algunos  detalles relacionados  con el drama de esa familia. Se dijo que un día el marido le reclamó a su mujer que  eran muy  frecuentes sus viajes  a la comunidad vecina y no se veía provecho alguno  de su  dizque  negocio. Ella guardó silencio y prometió disminuir  sus salidas.  . En efecto, disminuyeron los viajes al pueblo vecino, adonde iba  siempre acompañada de su hija adolescente.
Se dijo que entre  tantas idas y venidas  la mujer trabó amistad con un hombre del pueblo vecino que se interesó por la  buena presencia de ella. No se supo  en detalle  cómo se desarrollaron las relaciones entre ella y él;  pero seguramente la hija conocía algunas cosas sin tener la más ligera sospecha de nada, o se volvió cómplice de algo que no consideraba pecaminoso.
 Como lo prometió la mujer redujo sus viajes y permanecía más tiempo en casa; pero  pudo más en ella  la tentación de verse con el extraño y se siguieron frecuentando.   ¿Cómo hacían para verse si la hija no se le despegaba?  La  respuesta se tuvo  hasta el día del trágico desenlace que conmovió a ambos pueblos.
Después que reclamó a su mujer por sus constantes ausencias, el marido se siguió sintiendo  hostigado por la intuición y le nacieron sospechas. De  buen modo o bajo amenazas obtuvo de su hija alguna información de lo que hacían en el pueblo vecino.  Entre  otras cosas, la muchacha confesó que a medio camino  la madre  le decía que la esperara a la sombra de un árbol mientras ella se metía a un  bosquecillo a hacer una necesidad. Allí se reunía con el amante  y permanecían ocultos tras los matorrales.  Todo parecía rutinario  y de la más simple estrategia.
Vuelto de la prisión, el homicida se ocupó  nuevamente de sus labores en el campo y en su casa le asistía su hija que ya era toda una mujer y permanecía aún soltera.  En el imaginario popular se iba borrando  poco a poco el drama de la esposa asesinada y quizás se hubiera olvidado al cabo de algunas generaciones, si no  hubiera acontecido otro hecho  que cimbró las oscuras conciencias de los vecinos, víctimas del fanatismo y de la superstición. La hija, que había ocultado hábilmente su embarazo resultado del incesto, dio a luz una criatura  deforme,  con  cabeza, cara  y cola de mono,
Las autoridades  acudieron a   dar fe de lo acontecido y una multitud encabezada por el párroco también se dirigió al jacal,  para exorcizar la vivienda y a su indeseado huésped que no sobrevivió un día más. Las gentes sencillas  creyeron en un castigo divino por la  conducta  pecaminosa de  esa familia. La ciencia médica lo registra como un caso de espina bífida.



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