miércoles, 14 de octubre de 2015

UNA COINCIDENCIA EXTRAORDINARIA Por Aurelio Altamirano Hernández

UNA COINCIDENCIA EXTRAORDINARIA.

Por Aurelio Altamirano Hernández. 28  de septiembre de 2014.

Habían transcurrido  tres meses desde el accidente que me  envió a la cama con varias lesiones y no se vislumbraba una pronta recuperación. Hacía cosa de  treinta días que del hospital me enviaron en ambulancia a mi casa, pues los médicos consideraron que era  mejor  para mi convalecencia estar en familia. Padecía yo de un continuo dolor de cabeza, no podía permanecer de pie o sentado porque que me venían mareos y náuseas. La única posición que soportaba  era estar acostado de espaldas, con breves vueltas hacia los costados.  No toleraba la ingestión de  alimentos sólidos,  pues cuanto comía lo  vomitaba, así que mi dieta estaba restringida a preparaciones líquidas, entre las cuales se contaban la limonada y naranjada,  que eran mejor aceptadas por el estómago. El decaimiento físico era pues notable y otro tanto ocurría en el aspecto moral. Los certificados de incapacidad  me amparaban el salario en el trabajo burocrático y en la  escuela  en que impartía las clases de química; pero el sentimiento  de  inutilidad me invadía; en los ratos en que la medicina calmaba el dolor; sobrevenía el aburrimiento y trataba de distraerme leyendo cualquier cosa.  No tardaba el sueño en dominarme y al despertar volvía la rutina que me envolvía y me condenaba a una vida que  yo consideraba casi vegetativa.
 Era el 15 de febrero de 1972 cuando Iba yo caminando  con la  prisa normal acostumbrada, acompañado de un inspector del trabajo que estaba de visita de rutina.  Al cruzar por una cancha de volibol cubierta por un delgado espejo  de agua (había llovido la noche anterior), sentí que el piso estaba resbaloso, avancé  un tramo  con precaución; pero antes de  evitar un paso más resbalé  y  sentí que me caía,  traté de apoyarme en la mano y el brazo izquierdo, pero éste también resbaló en el piso y todo el golpe lo recibí  en la cabeza.
Me alcé con la ayuda del inspector, me sacudí  la ropa mojada y caminamos hacia la oficina. Todavía le expresé mi intención de irme a cambiar de ropa, para continuar trabajando; pero él me recomendó que reposara  en un sofá asiento en mi oficina. Me hizo notar que tenía yo un hilo de sangre en la nariz. Los oídos me zumbaban, estaba aturdido  y sentía que mis pasos eran inciertos. Me recosté en el sofá no sé cuánto tiempo; contesté una llamada telefónica según recuerdo de manera incoherente y unos  minutos después  el   jefe inmediato que  me había hablado entró a la oficina y me preguntó qué había ocurrido. Balbuceaba yo algunas palabras   cuando  instantes  después  llegó  mi esposa, que trabajaba en la clínica-hospital  inmediata;  viendo mi estado crítico  habló  al servicio de urgencias  y una ambulancia me trasladó al hospital.
Mi esposa se enteró  de manera  casual;  porque un paciente que nos conocía  y que me había visto caer,  fue a solicitar una consulta médica y como la vio  en la recepción tranquila y sonriente, le preguntó si estaba enterada de lo que me había ocurrido,  y que según este señor el golpe había sido muy fuerte. Ella se movilizó de inmediato y me localizó antes de que sobreviniera el estado de shock que acompaña a estos accidentes.
Me diagnosticaron traumatismo craneoencefálico, conmoción cerebral, con fractura del malar izquierdo, fisura en el parietal del mismo lado, dislocación de la mandíbula inferior y fractura de incisivos superiores. Con ese cuadro clínico fui hospitalizado ese 15  de febrero y pedí que se restringieran las visitas a solamente familiares.
Me practicaron venoclisis para estar hidratado. Tomaba yo analgésicos  y antinflamatorios.  Me recetaron dieta  blanda y se dieron instrucciones de que no me interrumpieran por asuntos de la oficina. Permanecía yo  consciente la mayor parte  del tiempo y dormía  a ratos. El traumatólogo le  dijo a mi  esposa que posiblemente iba yo a estar incapacitado para regresar al trabajo por tres meses.
Mi madre se trasladó en viaje de más de ocho horas en autobús para visitarme. Insistió en que yo le asegurara que había sido un accidente y que no había sido golpeado por la gente. Transcurrió  el primer mes  sin notar mejoría alguna. El dolor se controlaba con medicamentos y la inflamación no cedía; se hizo notoria para mí la parestesia en la mitad  izquierda del labio superior.
Llegó el mes de marzo y la semana de las festividades religiosas tradicionales conocida como Semana Santa. Yo había perdido la cuenta de los días. Una tarde, serían las cinco o seis, estando recostado de espaldas sentí de repente que la cama se volteaba hacia la derecha y me vi envuelto en un torbellino, se me nubló la vista y perdí el conocimiento. Cuando recobré la conciencia, toqué varias veces el botón del timbre pero ninguna persona acudió a atenderme.  Llamé de viva voz por si alguien andaba cerca, pero el silencio me dijo que estaba yo sólo con mi problema.  Me sentí molesto y arrojé la jarra de aluminio con todo y agua y el vaso de cristal por la puerta. El vaso rebotó en el piso de linóleo sin romperse. Unos minutos después escuché un taconeo en el pasillo; era la enfermera quien se acercaba y oí  que exclamó: ¡Qué barbaridad!... al ver los trastos tirados en el piso.
No pasó mucho tiempo para que se apareciera el médico de turno acompañado de la enfermera. Me checaron los signos vitales, revisaron el equipo de venoclisis y no sé qué más. Le conté al médico lo que había yo sentido y se retiraron.  Como a la media hora llegó mi esposa, me preguntó cómo me sentía,  se veía preocupada, pero no hizo alusión al incidente que acababa yo de pasar. Le platiqué todo y después de breve plática se retiró.
Sentí  pasos en el pasillo y alcancé a oír  que alguien pronunciaba  varias veces mi  nombre. Una voz femenina le dijo que estaba yo en el cuarto número uno y unos instantes más estaba en la puerta  un hombre vestido de negro  de pies a cabeza. Reconocí por el vestuario al sacerdote, que traía al cuello una especie de escapulario y en la mano derecha unos botecitos de metal. Después supe que tales botecitos contienen los santos óleos que se usan en la extremaunción. Cerré los ojos y me invadió una resignación que no puedo explicar. ¡Esto se acabó!, me dije y esperé paciente que el sacerdote se acercara. Me llamó por mi nombre y me preguntó cómo me sentía; le dije que bien después de un mareo que me había aturdido.
  --- Hoy es el  día que visito a mis  enfermos –me dijo-, Es Miércoles de Ceniza… ¿Quieres tomar ceniza?...
Cerré los ojos y reaccioné   como si la vida me volviera, pues me sentía ya perdido.   Le dije que me echara toda la ceniza del mundo. Nos reímos y después que me trazó  el signo de la cruz en la frente, nos despedimos sonrientes.
Pocos días después me sentí mejorado y me dieron de alta, con certificado de incapacidad.  A la semana siguiente manejaba  mi  automóvil  y ya pensaba reanudar mis actividades normales. No duró mucho el gusto.  Al cabo de unos cinco días me empezó a atormentar un insidioso  dolor de cabeza. Volví al hospital. Otra vez analgésicos y una consulta con el psiquiatra. Este me recibió acompañado de dos o tres personas que parecían ser estudiantes de medicina. Me hizo unas cuantas preguntas y me dijo que el caso mío era para Neurología.  Allá fui, al Hospital de Especialidades distante cien kilómetros, en autobús pues no creí prudente trasladarme en coche.  El neurólogo  ordenó que se me practicara  una neumoencefalografía, procedimiento que me pareció  un tormento medieval, pues durante la operación me hicieron una punción lumbar para extraer líquido cefaloraquídeo  e inyectar aire en el encéfalo. Sentí  que me reventaba la cabeza; grité y me salieron las lágrimas. Me tomaron radiografías del cráneo y en camilla me trasladaron a encamados.
No sé cuánto tiempo transcurrió entre mi entrada a la cama y el momento en que me sirvieron la comida. Intenté ingerir alimentos, pero al primer bocado un violento vómito, fulminante, me hizo desistir y volví a recostarme. Desde ese día no me fue posible ya tomar alimentos sólidos.
Veinticuatro o cuarenta  y ocho horas más tarde me dieron de alta y me dispuse a regresar a casa. En la terminal de autobuses sentí mareos y  náuseas, consideramos mi esposa y yo que así no era conveniente viajar y regresé al hospital. Estuve otros dos días internado y al tercero una ambulancia me trasladó a mi clínica-hospital  de adscripción. Nuevamente en cama con todas las incomodidades de un nosocomio, me sentía desdichado. Fue entonces,  en esas circunstancias, que  el médico tratante consideró mejor  que me recluyera en casa con atención médica abierta para cualquier emergencia.
Así estaban las cosas, como  describo en el primer párrafo de este relato  Transcurrió  abril  y yo seguía  en cama, con dificultad para sentarme  o pararme,  pues me hostigaban los mareos.  Los alimentos sólidos me producían náuseas. Mi esposa  trabajaba en el hospital y tenía un embarazo de seis meses;  mis dos hijas pequeñas asistían al kínder que estaba casi enfrente  y en la casa mi suegra se encargaba de todo.
Un día como a las diez de la mañana desperté de mi letargo con mucha sed; acababa de soñar que estaba yo  con el cuenco de la mano bebiendo agua de un manantial; cerca había árboles frondosos alrededor  de una capilla situada al pie de un cerro. Le pedí a mi suegra que me sirviera  un preparado de limón.  La sed se me calmó y tuve una ligera sensación de hambre, cosa rara para mí entonces, porque no sentía apetito de nada y sólo ingería  por necesidad algunos licuados  nutritivos.
Pocos minutos después sentí de veras hambre, cuando se lo comenté a mi suegra me preguntó qué deseaba yo  comer y le manifesté mi deseo de unas “garnachas”, bocadillo que se prepara con  unas pequeñas tortitas de maíz y carne picada condimentada y fritas en aceite.  Me supieron muy sabrosas y ni por asomos  se apareció alguna sensación de náusea. Después me enteré que antes de servirme el antojo mi suegra se comunicó con mi esposa para preguntarle si  podía servírmelo; mi esposa consultó con el médico, quien le dijo que me dieran de comer todo lo que solicitara. También  supe después que mi suegra lloró en secreto, porque la creencia popular  dice que cuando un paciente  está   en situación difícil   y pide de repente algo  de comer,  o parece recuperarse,  es que está  próximo a sanar  o a morir.
A partir de ese día recuperé el apetito, cesaron los mareos y las náuseas y empecé a reorganizar mi vida. Un nuevo examen médico me encontró con la salud general restablecida y me prescribieron tratamientos para  corregir  la neuralgia del trigésimo  y la oclusión dental, pues la mordida estaba desviada;  por mi parte inicié la reparación de las piezas dentales dañadas. Cuando me recuperé por completo  fui con mi esposa,  mis hijas y nuestro   bebé  de unos cuantos meses de nacido.   a visitar a mi madre y le conté  el calvario que viví   hasta el día de mi rehabilitación, cuando  degusté las “garnachas”. Me preguntó la  fecha en que ocurrió el “milagro” y me relató  que ese día, con motivo de las festividades de la Santa Cruz  se trasladó  tres kilómetros distante  a una  capilla  dedicada al símbolo religioso, situada al pie de un cerro de donde manaba   un manantial,  y  que  a la misma hora que me acosó la sed en sueños, ella estaba en oración rogando  por mi pronto restablecimiento. Recordé en ese momento el sueño que precedió a mi restablecimiento; ocurrió  el mismo día y a la misma hora de la oración de mi madre; era el tres de mayo, el día señalado por lo albañiles para festejar a  la  Cruz, que consideran  su símbolo sagrado.
Nos acompañó   mi madre a la capilla, situada en efecto al pie de un cerro y rodeada de árboles frondosos; me descalcé y subí sobre unas piedras hasta  alcanzar el chorro  del manantial;  bebí  en el cuenco de la  mano  el agua muy fresca, casi helada, y recordé que el paisaje era el mismo que había contemplado en sueños.
                                                   II
Escribo este relato después de cuarenta y dos años de los sucesos. Pensé hacerlo tiempos atrás nada más como complemento de mi expediente clínico, por si algo tuviera que ver con mi salud. Deliberadamente lo he escrito extenso y prolijo para tener una idea más completa del contexto en que se desarrollaron los hechos que relato.
Desde el día que tuve conocimiento de la coincidencia en el tiempo de la oración de mi madre y mi sanación, he reflexionado de manera recurrente sobre el tema y he tratado de sacar algunas conclusiones. Escéptico como  soy en cuanto  a algunas interpretaciones sobre estos casos que dan los aficionados al estudio de loa fenómenos psíquicos y como también tomo con ciertas  reservas  las afirmaciones de la Psicología, la Psiquiatría  y otras disciplinas afines que no acaban de consolidarse, mantengo una duda sobre la explicación del  caso.. 
Se habla de la sincronicidad de los fenómenos mentales, de las coincidencias  que se dan en el tiempo de las percepciones, ideas, pensamientos, intuiciones, sueños y alucinaciones de personas situadas a distancia muchas veces considerable. En la Naturaleza  es común observar  que numerosos hechos materiales, como sismos, truenos, nevadas, encuentros fortuitos,  resultados de sorteos, descubrimientos científicos o realizaciones artísticas se dan con sorprendente coincidencia en el tiempo y el espacio. Pero  la cuestión se vuelve compleja cuando se trata  únicamente de  fenómenos  psíquicos  entre los cuales no es posible establecer  con precisión  una relación material  de causa-efecto.
De lo que puedo estar seguro es de la autenticidad del relato de mi madre y del mío propio y del hecho incontrovertible de la recuperación de mi salud,  a partir de la fecha y hora en que se produjo la oración de ella y mi sueño, en un escenario idéntico, estando ambos distantes  cientos de kilómetros.
Cabría suponer  que mi madre al saber el día y la hora en que se produjo mi sueño hubiera adoptado  ese dato como la fecha de la oración. Pero lo cierto es que  ella no pudo haber ido  sola en otra fecha a la capilla de la cruz, situada  a cosa de tres kilómetros, en un lugar  casi desierto, al pie de la montaña, adonde acude la gente en romería únicamente durante los  festejos del 3 de mayo.
También pudiera pensarse que yo al saber que mi madre había orado   en la capilla,  ese día y  a la misma  hora de mi ensoñación, hubiera yo escenificado,   en retrospectiva,   el momento de beber el agua del manantial en el cuenco de la mano,  refiriéndolo  al paisaje conocido desde niño de la montaña, la capilla  y la fuente de agua. Pero tengo la convicción de que mi sueño registró  esa  escena que se cerró con la sensación de estar bebiendo agua del manantial en el momento de despertar con mucha sed.
Repito, el hecho incontrovertible es que  empecé a recuperarme el día y la hora en que coincidieron la oración de mi madre y mi sueño estando ambos  distantes varios cientos de kilómetros.





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