UNA COINCIDENCIA EXTRAORDINARIA.
Por
Aurelio Altamirano Hernández. 28 de
septiembre de 2014.
Habían
transcurrido tres meses desde el
accidente que me envió a la cama con
varias lesiones y no se vislumbraba una pronta recuperación. Hacía cosa de treinta días que del hospital me enviaron en
ambulancia a mi casa, pues los médicos consideraron que era mejor
para mi convalecencia estar en familia. Padecía yo de un continuo dolor
de cabeza, no podía permanecer de pie o sentado porque que me venían mareos y
náuseas. La única posición que soportaba era estar acostado de espaldas, con breves
vueltas hacia los costados. No toleraba
la ingestión de alimentos sólidos, pues cuanto comía lo vomitaba, así que mi dieta estaba restringida
a preparaciones líquidas, entre las cuales se contaban la limonada y naranjada,
que eran mejor aceptadas por el
estómago. El decaimiento físico era pues notable y otro tanto ocurría en el
aspecto moral. Los certificados de incapacidad
me amparaban el salario en el trabajo burocrático y en la escuela en que impartía las clases de química; pero el
sentimiento de inutilidad me invadía; en los ratos en que la
medicina calmaba el dolor; sobrevenía el aburrimiento y trataba de distraerme
leyendo cualquier cosa. No tardaba el
sueño en dominarme y al despertar volvía la rutina que me envolvía y me
condenaba a una vida que yo consideraba
casi vegetativa.
Era el 15 de febrero de 1972 cuando Iba yo
caminando con la prisa normal acostumbrada, acompañado de un
inspector del trabajo que estaba de visita de rutina. Al cruzar por una cancha de volibol cubierta
por un delgado espejo de agua (había
llovido la noche anterior), sentí que el piso estaba resbaloso, avancé un tramo
con precaución; pero antes de
evitar un paso más resbalé y sentí que me caía, traté de apoyarme en la mano y el brazo
izquierdo, pero éste también resbaló en el piso y todo el golpe lo recibí en la cabeza.
Me
alcé con la ayuda del inspector, me sacudí
la ropa mojada y caminamos hacia la oficina. Todavía le expresé mi
intención de irme a cambiar de ropa, para continuar trabajando; pero él me
recomendó que reposara en un sofá
asiento en mi oficina. Me hizo notar que tenía yo un hilo de sangre en la
nariz. Los oídos me zumbaban, estaba aturdido y sentía que mis pasos eran inciertos. Me
recosté en el sofá no sé cuánto tiempo; contesté una llamada telefónica según
recuerdo de manera incoherente y unos
minutos después el jefe
inmediato que me había hablado entró a
la oficina y me preguntó qué había ocurrido. Balbuceaba yo algunas palabras cuando
instantes después llegó mi esposa, que trabajaba en la
clínica-hospital inmediata; viendo mi estado crítico habló
al servicio de urgencias y una
ambulancia me trasladó al hospital.
Mi
esposa se enteró de manera casual;
porque un paciente que nos conocía
y que me había visto caer, fue a
solicitar una consulta médica y como la vio
en la recepción tranquila y sonriente, le preguntó si estaba enterada de
lo que me había ocurrido, y que según
este señor el golpe había sido muy fuerte. Ella se movilizó de inmediato y me
localizó antes de que sobreviniera el estado de shock que acompaña a estos
accidentes.
Me
diagnosticaron traumatismo craneoencefálico, conmoción cerebral, con fractura
del malar izquierdo, fisura en el parietal del mismo lado, dislocación de la
mandíbula inferior y fractura de incisivos superiores. Con ese cuadro clínico fui
hospitalizado ese 15 de febrero y pedí
que se restringieran las visitas a solamente familiares.
Me
practicaron venoclisis para estar hidratado. Tomaba yo analgésicos y antinflamatorios. Me recetaron dieta blanda y se dieron instrucciones de que no me
interrumpieran por asuntos de la oficina. Permanecía yo consciente la mayor parte del tiempo y dormía a ratos. El traumatólogo le dijo a mi
esposa que posiblemente iba yo a estar incapacitado para regresar al
trabajo por tres meses.
Mi
madre se trasladó en viaje de más de ocho horas en autobús para visitarme.
Insistió en que yo le asegurara que había sido un accidente y que no había sido
golpeado por la gente. Transcurrió el
primer mes sin notar mejoría alguna. El
dolor se controlaba con medicamentos y la inflamación no cedía; se hizo notoria
para mí la parestesia en la mitad izquierda
del labio superior.
Llegó
el mes de marzo y la semana de las festividades religiosas tradicionales
conocida como Semana Santa. Yo había perdido la cuenta de los días. Una tarde,
serían las cinco o seis, estando recostado de espaldas sentí de repente que la
cama se volteaba hacia la derecha y me vi envuelto en un torbellino, se me
nubló la vista y perdí el conocimiento. Cuando recobré la conciencia, toqué
varias veces el botón del timbre pero ninguna persona acudió a atenderme. Llamé de viva voz por si alguien andaba
cerca, pero el silencio me dijo que estaba yo sólo con mi problema. Me sentí molesto y arrojé la jarra de aluminio
con todo y agua y el vaso de cristal por la puerta. El vaso rebotó en el piso
de linóleo sin romperse. Unos minutos después escuché un taconeo en el pasillo;
era la enfermera quien se acercaba y oí que exclamó: ¡Qué barbaridad!... al ver los
trastos tirados en el piso.
No
pasó mucho tiempo para que se apareciera el médico de turno acompañado de la
enfermera. Me checaron los signos vitales, revisaron el equipo de venoclisis y
no sé qué más. Le conté al médico lo que había yo sentido y se retiraron. Como a la media hora llegó mi esposa, me
preguntó cómo me sentía, se veía
preocupada, pero no hizo alusión al incidente que acababa yo de pasar. Le
platiqué todo y después de breve plática se retiró.
Sentí pasos en el pasillo y alcancé a oír que alguien pronunciaba varias veces mi nombre. Una voz femenina le dijo que estaba
yo en el cuarto número uno y unos instantes más estaba en la puerta un hombre vestido de negro de pies a cabeza. Reconocí por el vestuario
al sacerdote, que traía al cuello una especie de escapulario y en la mano
derecha unos botecitos de metal. Después supe que tales botecitos contienen los
santos óleos que se usan en la extremaunción. Cerré los ojos y me invadió una
resignación que no puedo explicar. ¡Esto se acabó!, me dije y esperé paciente
que el sacerdote se acercara. Me llamó por mi nombre y me preguntó cómo me
sentía; le dije que bien después de un mareo que me había aturdido.
--- Hoy es el
día que visito a mis enfermos –me
dijo-, Es Miércoles de Ceniza… ¿Quieres tomar ceniza?...
Cerré
los ojos y reaccioné como si la vida me
volviera, pues me sentía ya perdido. Le
dije que me echara toda la ceniza del mundo. Nos reímos y después que me trazó el signo de la cruz en la frente, nos
despedimos sonrientes.
Pocos
días después me sentí mejorado y me dieron de alta, con certificado de
incapacidad. A la semana siguiente
manejaba mi automóvil y ya pensaba reanudar mis actividades
normales. No duró mucho el gusto. Al
cabo de unos cinco días me empezó a atormentar un insidioso dolor de cabeza. Volví al hospital. Otra vez
analgésicos y una consulta con el psiquiatra. Este me recibió acompañado de dos
o tres personas que parecían ser estudiantes de medicina. Me hizo unas cuantas
preguntas y me dijo que el caso mío era para Neurología. Allá fui, al Hospital de Especialidades
distante cien kilómetros, en autobús pues no creí prudente trasladarme en
coche. El neurólogo ordenó que se me practicara una neumoencefalografía, procedimiento que me
pareció un tormento medieval, pues
durante la operación me hicieron una punción lumbar para extraer líquido
cefaloraquídeo e inyectar aire en el
encéfalo. Sentí que me reventaba la
cabeza; grité y me salieron las lágrimas. Me tomaron radiografías del cráneo y
en camilla me trasladaron a encamados.
No
sé cuánto tiempo transcurrió entre mi entrada a la cama y el momento en que me
sirvieron la comida. Intenté ingerir alimentos, pero al primer bocado un
violento vómito, fulminante, me hizo desistir y volví a recostarme. Desde ese
día no me fue posible ya tomar alimentos sólidos.
Veinticuatro
o cuarenta y ocho horas más tarde me
dieron de alta y me dispuse a regresar a casa. En la terminal de autobuses
sentí mareos y náuseas, consideramos mi
esposa y yo que así no era conveniente viajar y regresé al hospital. Estuve
otros dos días internado y al tercero una ambulancia me trasladó a mi clínica-hospital
de adscripción. Nuevamente en cama con
todas las incomodidades de un nosocomio, me sentía desdichado. Fue
entonces, en esas circunstancias,
que el médico tratante consideró mejor que me recluyera en casa con atención médica
abierta para cualquier emergencia.
Así
estaban las cosas, como describo en el
primer párrafo de este relato Transcurrió abril y
yo seguía en cama, con dificultad para
sentarme o pararme, pues me hostigaban los mareos. Los alimentos sólidos me producían náuseas. Mi
esposa trabajaba en el hospital y tenía
un embarazo de seis meses; mis dos hijas
pequeñas asistían al kínder que estaba casi enfrente y en la casa mi suegra se encargaba de todo.
Un
día como a las diez de la mañana desperté de mi letargo con mucha sed; acababa
de soñar que estaba yo con el cuenco de
la mano bebiendo agua de un manantial; cerca había árboles frondosos alrededor de una capilla situada al pie de un cerro. Le
pedí a mi suegra que me sirviera un
preparado de limón. La sed se me calmó y
tuve una ligera sensación de hambre, cosa rara para mí entonces, porque no
sentía apetito de nada y sólo ingería
por necesidad algunos licuados nutritivos.
Pocos
minutos después sentí de veras hambre, cuando se lo comenté a mi suegra me
preguntó qué deseaba yo comer y le
manifesté mi deseo de unas “garnachas”, bocadillo que se prepara con unas pequeñas tortitas de maíz y carne picada
condimentada y fritas en aceite. Me
supieron muy sabrosas y ni por asomos se
apareció alguna sensación de náusea. Después me enteré que antes de servirme el
antojo mi suegra se comunicó con mi esposa para preguntarle si podía servírmelo; mi esposa consultó con el
médico, quien le dijo que me dieran de comer todo lo que solicitara.
También supe después que mi suegra lloró
en secreto, porque la creencia popular
dice que cuando un paciente está en situación difícil y pide
de repente algo de comer, o parece recuperarse, es que está próximo a sanar o a morir.
A
partir de ese día recuperé el apetito, cesaron los mareos y las náuseas y empecé
a reorganizar mi vida. Un nuevo examen médico me encontró con la salud general
restablecida y me prescribieron tratamientos para corregir
la neuralgia del trigésimo y la
oclusión dental, pues la mordida estaba desviada; por mi parte inicié la reparación de las
piezas dentales dañadas. Cuando me recuperé por completo fui con mi esposa, mis hijas y nuestro bebé
de unos cuantos meses de nacido. a visitar a mi madre y le conté el calvario que viví hasta el día de mi rehabilitación,
cuando degusté las “garnachas”. Me
preguntó la fecha en que ocurrió el
“milagro” y me relató que ese día, con
motivo de las festividades de la Santa Cruz se trasladó
tres kilómetros distante a
una capilla dedicada al símbolo religioso, situada al pie
de un cerro de donde manaba un manantial, y
que a la misma hora que me acosó
la sed en sueños, ella estaba en oración rogando por mi pronto restablecimiento. Recordé en ese
momento el sueño que precedió a mi restablecimiento; ocurrió el mismo día y a la misma hora de la oración
de mi madre; era el tres de mayo, el día señalado por lo albañiles para
festejar a la Cruz, que consideran su símbolo sagrado.
Nos
acompañó mi madre a la capilla, situada en efecto al
pie de un cerro y rodeada de árboles frondosos; me descalcé y subí sobre unas
piedras hasta alcanzar el chorro del manantial; bebí
en el cuenco de la mano el agua muy fresca, casi helada, y recordé
que el paisaje era el mismo que había contemplado en sueños.
II
Escribo
este relato después de cuarenta y dos años de los sucesos. Pensé hacerlo
tiempos atrás nada más como complemento de mi expediente clínico, por si algo
tuviera que ver con mi salud. Deliberadamente lo he escrito extenso y prolijo
para tener una idea más completa del contexto en que se desarrollaron los
hechos que relato.
Desde
el día que tuve conocimiento de la coincidencia en el tiempo de la oración de
mi madre y mi sanación, he reflexionado de manera recurrente sobre el tema y he
tratado de sacar algunas conclusiones. Escéptico como soy en cuanto
a algunas interpretaciones sobre estos casos que dan los aficionados al
estudio de loa fenómenos psíquicos y como también tomo con ciertas reservas
las afirmaciones de la Psicología, la Psiquiatría y otras disciplinas afines que no acaban de
consolidarse, mantengo una duda sobre la explicación del caso..
Se
habla de la sincronicidad de los fenómenos mentales, de las coincidencias que se dan en el tiempo de las percepciones,
ideas, pensamientos, intuiciones, sueños y alucinaciones de personas situadas a
distancia muchas veces considerable. En la Naturaleza es común observar que numerosos hechos materiales, como sismos,
truenos, nevadas, encuentros fortuitos,
resultados de sorteos, descubrimientos científicos o realizaciones
artísticas se dan con sorprendente coincidencia en el tiempo y el espacio.
Pero la cuestión se vuelve compleja
cuando se trata únicamente de fenómenos
psíquicos entre los cuales no es
posible establecer con precisión una relación material de causa-efecto.
De
lo que puedo estar seguro es de la autenticidad del relato de mi madre y del
mío propio y del hecho incontrovertible de la recuperación de mi salud, a partir de la fecha y hora en que se produjo
la oración de ella y mi sueño, en un escenario idéntico, estando ambos
distantes cientos de kilómetros.
Cabría
suponer que mi madre al saber el día y
la hora en que se produjo mi sueño hubiera adoptado ese dato como la fecha de la oración. Pero lo
cierto es que ella no pudo haber ido sola en otra fecha a la capilla de la cruz,
situada a cosa de tres kilómetros, en un
lugar casi desierto, al pie de la montaña,
adonde acude la gente en romería únicamente durante los festejos del 3 de mayo.
También
pudiera pensarse que yo al saber que mi madre había orado en la capilla, ese día y a la misma hora de mi ensoñación, hubiera yo escenificado,
en retrospectiva, el momento de beber el agua del manantial en
el cuenco de la mano, refiriéndolo al paisaje conocido desde niño de la montaña,
la capilla y la fuente de agua. Pero
tengo la convicción de que mi sueño registró
esa escena que se cerró con la
sensación de estar bebiendo agua del manantial en el momento de despertar con
mucha sed.
Repito,
el hecho incontrovertible es que empecé
a recuperarme el día y la hora en que coincidieron la oración de mi madre y mi
sueño estando ambos distantes varios
cientos de kilómetros.
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